Ciudad de México, 1994, el espejismo económico de bonanza previo al fatÃdico "error de diciembre" permite que lleguen al paÃs las primeras computadoras, stéreos y aparatos que capturan en cassettes los éxitos de la radio, prosperan los videocentros de alquiler de pelÃculas y todo tipo de productos norteamericanos. En ese entorno se desarrolla Nadie nos va a extrañar, una serie mexicana de solo ocho capÃtulos que funciona porque cuenta una trama intencionalmente simple: cinco adolescentes outsiders que aprovechan la holgazaneria de sus compañeros para prosperar en un negocio de venta de tareas.
Los esfuerzos de la serie se enfocan en la nostalgia; la ambientación es extraordinaria, las portadas de los cuadernos Scribe, los walkmans, las pintas del programa Solidaridad en cada barda, los dulces Nerds y las primeras McCintosh traÃdas de contrabando de Estados Unidos funcionan como engranajes de la memoria echados a andar por una selección musical que va de Duncan Dhu, Caifanes y Violent Femmes, hasta cosas como Caló y Thalia. Todas esas cosas que pensamos que olvidamos y otras más que pensamos que jamás echarÃamos de menos están en Nadie nos va extrañar, un nombre que funciona desde la premisa de una paradoja que se aborda en el final de la serie y que explora las repercusiones de la perdida. Hay una reflexión muy acertada en el penúltimo capÃtulo en la que se mencionan que solo quienes hemos sufrido la muerte de un ser querido entendemos que de eso ya no hay vuelta atrás. No pasa, no se supera con el tiempo; todo lo contrario, se aprende a vivir con ese dolor, pero nunca se deja de extrañar.