Keith Jarret estuvo obsesionado por alcanzar tocar el fuego con las manos. El dijo de haberlo tocado con el concierto de Viena. Realmente, quitando las aunque placenteras elaboraciones y florituras que recuerdan su interés por Bach y Haendel, el final desprende una de las mejores mejores imágenes sonoras de su repertorio, cuando, después la zona central introduce un lirismos que se ofusca hasta que lo quiebra todo. Entre estruendo y sonido llega su creación como un diamante en la cabeza. Todo parece indicar que nunca haya ocurrido. Pero ocurrió.