s profeta el corazón, como aquello que siendo centro está en un confín, al borde siempre de ir todavía más allá de lo que ya ha ido. Está a punto de romper a hablar, de que su reiterado sonido se articule en esos instantes en que casi se detiene para cobrar aliento. Lo nuevo que en el hombre habita, la palabra, mas no las que decimos, o al menos como las decimos, sino una palabra que sería nueva solamente por brotar ella, porque nos sorprendería como el albor de la palabra. Ya que el hombre padece por no haber asistido a su propia creación. Y a la creación de todo el universo conocido y desconocido. Su ansia de conocer no parece tener otra fuente que ese ansia de no haber asistido a la creación entera desde la luz primera, desde antes: desde las tinieblas no rasgadas. La teología de las grandes religiones da testimonio, la filosofía más circunspectamente también lo da, de lo ineludible de esta revelación.
Y no parece haberse tenido en cuenta lo bastante este gran resentimiento, este resentimiento «fundamental» que el ser humano lleva en su corazón, como raíz de todos los resentimientos que lo pueblan, de no haber asistido, testigo único tendría que ser además, al acto creador. Si nos atenemos al relato sacro del Génesis, sucumbió a la seducción prometedora del futuro: «Seréis como dioses», no en apetencia de felicidad, sino saliendo por el contrario de la felicidad que le inundaba para ir a buscar una creación propia, de algo que él hiciera, y no tener que contemplar lo que se le ofrecía, para huir de la pura presencia de los seres cuyo nombre conocía, mas no su secreto. Mas la palabra que no llega a salir del corazón no se pierde, esa palabra nueva en la que lo nuevo de la palabra resplandecería con claridad inextinguible. La palabra diáfana, virginal, sin pecado de intelecto, ni de voluntad, ni de memoria. Y su claridad tendría lo que ninguna palabra nos da certidumbre de alcanzar: ser inextinguible. No se pierde, se deslíe en voz, una voz que a solas suspira y como el suspiro asciende atravesando angustia y espera; transcendiendo.
Y el propio corazón resulta ser a veces más pobre que nadie, y más que nadie donador si es acogido.